Padre Jeannot Sueyro: en el Centenario del nacimiento

*De nuestro pago: en el centenario del nacimiento del Padre Jeannot Sueyro. 
*Por Pedro Luis Barcia*
Mañana (por este lunes) sería el “cumplesiglos” del Padre Luis María Jeannot Sueyro: el Cura Gaucho o “Pililo”, como le decíamos. Dios nos benefició con su presencia entre nosotros durante un generoso medio siglo.
Y los gualeguaychuenses le han sido, y le son, fieles a su memoria, con natural reconocimiento a todo lo que sembró entre nosotros. Allí está para probarlo el volumen colector Los versos del Cura Gaucho (2001), que supo agavillar Gustavo Razetto, en una tarea ardua como era la de juntar las hojas poéticas dispersas por el viento, que el Cura, con gesto natural de sembrador campesino -imagen que le era connatural a sus actos de caridad- fue dejando en el camino de su vida, sin preocuparse de allegar copia de sus poemas.
Puso la misma desatención en su haber material como en sus versos. Y aquí está la fiel Asociación Amigos del Cura Gaucho, nacida en vida de él para asistirlo, veladamente, en sus necesidades cotidianas, pues nuestro personaje, como el Poverello, no tenía nada suyo ni reservas para vivir. Y la Asociación hoy, sigue alentando con calidez la memoria de este sacerdote ejemplar.
El Argentino, hace años (24 de noviembre de 1997) y en ocasión de entregársele en el Senado de la Nación –allí estuve- la distinción “Los Mayores Notables Argentinos”, publicó un soneto dedicado al Cura. El autor era Raúl Tomás Frei -periodista local del diario La Nación y buen poeta- que fuera uno de mis mentores en lecturas literarias (por él conocí a Banchs, a Nalé Roxlo, a Borges) y el otro mentor, el Cura (por quien entré en Lugones, en Darío, en Andrade, y un largo etcétera). Tuve buenos cuarteadores en mi camino inicial como lector. El que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija.
*Rescato en ni recuerdo el soneto de Frei a Jeannot:
Gonzalo de Berceo lo hubiera incorporado
al vivir recoleto de frailes ejemplares,
que tenían el cuerpo cenceño y lacerado
y el espíritu ardiendo de sueños estelares.
Fray Mamerto en su mula se lo hubiera llevado
a través de montañas y quebradas impares
Y uno al otro, se hubieran en el viaje confiado,
como el padre y el hijo sus secretos pesares.
Es el lírico ubicuo, singular sacerdote,
que en su fiel “cafetera” –cual moderno Quijote-
métese en andurriales donde nadie llegó.
Y bandadas de chicos trépanse a su sotana
y la cubren de arpegios de alegría temprana
cual si fuera un buen árbol este padre Jeannot
Un acierto de Frei al asociarlo a la galería de santos del primer poeta de nombre conocido en nuestra lengua que, a pesar de ser del mester de clerecía, no de juglaría, manejaba una lengua llana y comprensible del común (“en roman paladino, /en el cual suele el pueblo hablar con su vecino”) como era el decir natural del Cura.
Y, en segundo lugar, el hermanarlo con fray Mamerto Esquiú (“el obispo de la Constitución”) con quien tenía varias consonancias: su hondo sentido patriótico, su humildad natural, su espontáneo desprendimiento que llevó al catamarqueño a renunciar al ejercicio de su obispado cordobés. Servata distantia.
En mis años juveniles, acompañé, sábados y domingos, por caminos y huellas al Cura en el traqueteante avance de su “cafetera”, fiel como una patrona, pues nunca nos dejó en la estacada. Rumbeaba hacia las colonias, a Ceybas, al Ibicuy. Era conmovedor y gratificante ver el entusiasmo que desbordaba la gente humilde al recibirlo con uncioso respeto y profundo afecto. Y él se apeaba con su boina ya gris y su ponchito de vicuña y repartía abrazos y bendiciones como si fueran galleta de campo caliente.
Retraigo una sola anécdota de las muchas que puedo contar. Era uno de esos bautismos en que nos rodeaban quince grupos familiares con sus creaturas deseosos de que su gurí o gurisa se lavara de su mancha original. Concluye la ceremonia del agua con un crío y, dirigiéndose al padrino le dice: “Échele el aliento”.
El hombre era un tape de casi dos metros, barbudo y con olor a cigarrillo negro y vino. Pensé: “Lo duerme”. Y el paisano alentó fuerte sobre la criatura, que pasaba a creatura. No entendí nada. Cuando estábamos a bordo de la Ford, de regreso, le pregunté qué había sido eso. “Es un gesto bíblico”, me dijo. “Recuerda simbólicamente el acto en que Dios sopla su espíritu, su ruah, sobre Adán, dándole vida”. Así era de profundo el Cura: en medio del campo casi planetario, debajo de un ombú, oficiaba un gesto del Génesis, con profunda naturalidad.
Fui un testigo privilegiado -y doy gracias a Dios por ello, al haberme permitido estar a su lado, cargando la valija de madera que se convertía en altar, ayudarlo a revestirse con los ornamentos, al oficiar de monaguillo en la misa, al secundarlo en el rezo del rosario. Agradecido, digo, por haber estado, en los años triviales de la pavada y la gilada, junto a este varón modelo vivo de coherencia y fusión auténtica entre palabra y acción cristianas, entre prédica y ejemplos evangelizadores, insólitos en medio del mundo verboso y falluto que a uno lo rodea. Es lo más cerca que he estado de un santo real.
(*) Pedro Luis Barcia es ex presidente de las Academia Nacional de Educación y Argentina de Letras.

(diario El Argentino)

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