El notable intelectual escapó de la etiquetas fáciles y renovó el estudio del siglo XIX y del peronismo.(Claudio Martyniuk / Clarín)
Días atrás murió un historiador. No uno más. Murió el historiador de Argentina. Tulio Halperín Donghi (1926-2014) escribió los textos de referencia a partir de los cuales los historiadores contemporáneos han analizado y siguen discutiendo los siglos XIX y XX de un enigmático país. Su primer libro fue El pensamiento de Echeverría (1951), y ya en 1955 comenzó a destacarse hasta renovar la lectura de nuestro pasado. Quizás su libro más importante haya sido Revolución y guerra (1971), en el que traza la estructura socioeconómica de la campaña bonaerense del siglo XIX y da cuenta de la formación de la clase terrateniente.
Pero el trabajo de archivo y el mayor rigor académico lo articuló con la revisión de la historia de las ideas y el cultivo provocador del ensayo como género en el cual logró intensidad para penetrar en flujos que a veces desatiende la reconstrucción histórica. Ante las experiencias infranqueables de la violencia, los horrores y el terror, ante las heridas que una y otra vez se registraron en nuestra sociedad y que permanecen como fallas subterráneas, ante esas resistencias opuso el esfuerzo, la voluntad mayor de lucidez. Alguna vez dijo que “la nostalgia es el gran motor de nuestra historia”, y desde ese prisma se abocó a un fenómeno singular, complejo y perturbador, el peronismo: “el peronismo se legitimaba satisfaciendo una nostalgia”. Una y otra vez volvió al peronismo, siempre con pasión crítica.
El prólogo de Proyecto y construcción de una nación (1980) se convirtió en libro: Una nación para el desierto argentino (1982), e intensamente allí repasa los proyectos de 1837, reformulados en 1852 y 1880, vuelve a la ilusión del orden y el desierto que reaparece con los diversos enfrentamientos. Compleja, sofisticada, sin esquematismos de bandos, sin anhelos legitimatorios, Halperín Donghi ha dado cuenta de cómo Argentina se proyectaba, y cómo aquello que se ideaba hacer se deshacía, tantas veces con ferocidad, brutalidad y matanzas.
Son memorias (2008) presenta al historiador que ha pasado buena parte de su vida en los archivos, al profesor emigrado y al elegante crítico del peronismo constatando que toda su vida fue afectada por la política. Hasta el aburrimiento y ya la incomprensión, ha pensado que hemos sido marcados por la disputa peronismo-antiperonismo.
Nacido en Buenos Aires, fue hijo de una familia inmigrante mixta -judía y católica. Su padre fue profesor de latín, su madre fue profesora de castellano y de literatura italiana. Estudió en el Colegio Nacional Buenos Aires, luego en la UBA. Empezó química en Exactas, luego de dos años quiso ser historiador. Sus padres le dijeron que no iba a poder mantenerse, que mejor estudiara derecho; lo hizo para tener una patente que le permitiera no sabe bien qué. Encontró allí, en Derecho, que aprender consistía en pasar exámenes. Se describió como “un estudiante lumpen en Derecho”; se recibió. Después estudió historia en Filosofía y Letras de la UBA, luego en Turín y París. Enseñó en la UBA, la Universidad Nacional del Litoral, Oxford y, desde 1972, en Berkeley.
En el laberíntico Dwinelle Hall dictó sus clases y tenía su oficina en el Departamento de Historia.
Se alejó, entonces, de la Argentina desde 1966. Nunca Argentina le fue indiferente. Pero con el correr de los años supo que nunca volvería. Obviamente, siempre volvió, siempre se mantuvo cerca, siempre buscó la distancia correcta con la Argentina. En La larga agonía de la Argentina peronista (1994) vuelve sobre el peronismo. Lo concibe como una revolución que construyó una nueva sociedad, con sectores que conquistan su ciudadanía, un nuevo rol del Estado, el logro del pleno empleo y la economía cerrada al mundo. Pero “la fiesta peronista” llegó a su fin en 1949. Luego dirá que “la noción de revolución, referida al peronismo, es quizás innecesariamente provocativa”, pero uso el término porque el peronismo elevó un 10% la participación de los asalariados en el PBI. Siempre fascinado y con miedo ante la Argentina del ciclo peronista, de 1946 a hoy, desafiado por la dificultad de estudiar lo que entendió como una cultura política sin paralelo en el mundo, ante la cual resulta difícil fijar parámetros.
Fue escéptico de diversos modos. Nunca creyó en la historia militante. Tampoco en el determinismo histórico: no se sabe qué hace el pasado sobre el futuro, tampoco cómo lo hace. Subió una y otra vez al carrusel mediático, pero con desconfianza. Criticó el absurdo de la hiper especialización académica. Fue, en cambio, un fino tejedor: “Hay realidades en la Argentina de hoy que dependen del equilibrio social de la campaña durante el rosismo, pero a la gente no le interesa qué pasó con una montonera en 1823. Y sobre eso no hay nada que hacer.” Ante Sarmiento demandó un evaluación compleja, ya que quiso ser un hombre del futuro, pero a la vez un hombre arraigado en el pasado. Ante la existencia de un país que podía dudarse que lo fuera se resignó. Con sus obras se puede hacer aquello o que decía que debemos hacer con las obras de Sarmiento: “Abrirlas al azar”. La herencia está ahí, a disposición de todos. Tiene una enorme riqueza de sugestión, de lecturas posibles, aun las más contradictorias. Y esa sugestión no está, por cierto, en ninguna de las imágenes convencionales del historiador-profeta. “La historia es un relato sobre el cual se establece un acuerdo, pero el problema es que no puede haber un acuerdo”, enseñó Halperín Donghi.