La «Gauchada» como expresión de una actitud para la devolución…

Condiciones sociales que facilitan la vida comunitaria.
Ante una tendencia a sobrevaluar esfuerzos personales y menospreciar los comunitarios, vivir para devolver es una meta noble; la anécdota de Atahualpa Yupanqui permite comprender esa condición en la entrerrianía.
Devolver lo que se ha tomado en forma errónea, injusta o indebida es un principio que compartimos.
Nos llevamos un saco del vecino, sin querer, y se lo restituimos. Nada del otro mundo. Vemos en la biblioteca un libro que no es nuestro, y lo devolvemos, así hayan pasado años.
Si el almacenero nos entregó 10 pesos demás, se lo hacemos notar, y le devolvemos los 10 pesos con alguna broma.
Otra acepción también muy usual: devolver como volver al estado que algo tenía. Devolver al monte su armonía, devolver al suelo sus condiciones, devolver a la escuela su espíritu.
En estos bicentenarios de fechas clave de nuestra historia, mirar la revolución como devolución cobra sentido.
Jóvenes de la edad del que firma esta columna estudiábamos en el secundario cuando se cumplieron 200 años de la revolución de Tupac Amaru II, José Gabriel, y su posterior tortura y asesinato. No recordamos haber conmemorado la fecha de aquel multitudinario intento colectivo de devolver derechos a los pueblos de Abya yala.
En este 2014 recordamos el bicentenario de la Batalla del Espinillo, y algunas organizaciones sociales y culturales han aprovechado estas fechas para reclamar la devolución de la soberanía originaria a los estados federales, las provincias, y para que esa soberanía sea puesta al servicio de la unidad de los pueblos de nuestra América y su emancipación.
Una devolución así es una doble revolución, porque equivale a devolver la soberanía originaria para devolver a los pueblos su unidad primigenia, unidad que lleva en sí las semillas de la independencia.
Antes que pedir, devolver
Devolver: bello verbo. Cuánto cambiaría el mundo si lo aprendiéramos y si hiciéramos gimnasia en su conjugación.
Es habitual escuchar, entre nosotros, a alguien que explica sus esfuerzos para realizar un trabajo, un servicio u obtener una graduación o una conquista deportiva. Se aprecia esa entrega personal, sin dudas.
Es menos usual enumerar los esfuerzos de la comunidad para que alcancemos una meta.
¿Cuánto debemos a cuántos?
Miles participaron en distintas épocas para que llegue un alimento a nuestra boca. Miles para que pronunciemos una palabra. Miles para el encuentro que nos da un lugar.
Y no sólo seres humanos: la naturaleza misma, el suelo, el agua, los vegetales, los minerales, cada insecto.
No hablaremos de los padres y los abuelos. Pero esa vecina que prestó un consejo, ese vecino que fue a buscar al médico, la maestra con las vocales y los palotes, la enfermera…
En cada acto de nuestra vida hubo alguien antes o al lado.
Para dormir con un abrigo, para comer sano, para vestirnos bellamente, para interactuar, para jugar, para balbucear las primeras palabras, para cantar, ¿cuántos intervienen en nuestra formación? ¿Cuántos hay detrás de un solo libro?
La vida es una oportunidad que nos da la naturaleza para ser agradecidos y devolver.
Cien años de vida no alcanzan para practicar una devolución, por constante que sea, que se equipare a lo que hemos recibido.
¿Donó o devolvió?
Señalamos en este espacio cierta tendencia, por ejemplo, de estudiantes universitarios, a tomar su graduación como resultado de un esfuerzo personal a veces sobrevaluado, con escasa consideración del esfuerzo de muchos para que esos estudios puedan desarrollarse.
Es un síntoma del cultivo de la vanidad y de los merecimientos personales por encima de la realidad, que nos muestra innumerables favores y auxilios de la comunidad y la naturaleza, que nos provocarían en cambio agradecimiento y nos formarían en el hábito de la devolución.
Es conocida la anécdota de Facundo Cabral, referida al día en que a Jorge Cafrune le presentaron una condesa. Que era una buena persona, le dijeron, porque había donado un terreno a un municipio para que lo destinara a un parque. ¿Donó o devolvió?, respondió Cafrune.
La anécdota, muy coherente con las posiciones de Cafrune en asuntos sociales, choca con la costumbre de reclamar atenciones y beneficios y supuestos derechos sin límites, incluso derechos creados por la sociedad de consumo y el mercado que, en el fondo, nos sumergen en un sistema insostenible que no tardará en frustrarnos.
En el fútbol es común la devolución de favores cuando un equipo echa la pelota afuera para que un jugador sea atendido.

Y así en los más diversos rubros de la vida conjugamos el verbo devolver, pero no es lo que predomina.
La gauchada
De una gauchada no se espera devolución. La gauchada es incondicional, no se paga. Pero en sí misma es una forma de devolución. Equivale a decir: tengo esto o esta condición porque muchos han sido generosos conmigo, de modo que en esta acción devuelvo algo de lo que me han dado, y por lo que no me han pedido recompensas.
La gauchada está en las antípodas de la codicia.
La gauchada es una actitud típica de los gauchos. Dar sin esperar nada a cambio. Y los gauchos tienen algo de indio, algo de negro, algo de europeo.
No los mueve el lucro, dan porque hay que dar.
Uno ofrece un mate sin esperar que el otro saque de su bolsillo una moneda. Eso no sería un agravio: daría risa.
Los entrerrianos, por caso, se caracterizaron durante siglos por su ánimo dispuesto para la gauchada.
Debe observarse en esta condición un terreno fértil para la vida comunitaria, casi perdida ya.
Atahualpa Yupanqui se aquerenció en Entre Ríos, junto al río Gualeguay, y sintió el calor de las gauchadas desde la primera hora. Lo cuenta en una anécdota que pinta una condición del ser entrerriano. Es cierto que recibió esas gentilezas, gauchadas que no se pagan, y anduvo por la vida no dando otra cosa que devoluciones a la mujer, al hombre, al paisaje.

Que lo diga Atahualpa…
Cuenta Atahualpa Yupanqui su experiencia con la gauchada de un entrerriano.
Dice, casi textual: así alguna vez en el año 29, 30, me fui arrimando a una provincia que encuentro inolvidable y encantadora.
Siempre la recuerdo, siempre la visito, y ojalá pudiera verla siempre así, con sus distintos estados de espíritu, con sus luchas permanentes, como todo pago, como toda comarca. Entre Ríos.
Llegué sumamente pobre con una guitarra, una media docena de milongas, muchos  sueños, algunos poemas escritos, un par de cuadernos.
Ningún libro había escrito todavía, muy muchacho.
Así llegué a Rosario del Tala en el corazón de Entre Ríos.
Rosario del Tala, un pueblo criollo, hace mucho. Le estoy hablando del año 30 por ahí.
Ahí conocí la solidaridad de gente que por primera vez me había visto. Que no había escuchado mi guitarra, ni yo decía que tocaba la guitarra, yo andaba ahí, caminando.
No tenía ni valija. Tenía una guitarra, un poncho, alguna deuda colgada de un hotel que no podía pagar. Un día alguien en Cuchilla Redonda, un pueblito de nada, un pueblito de esos que se pasan de largo, que no le mira uno ni el tablero a la estación… Cuchilla Redonda, alguien me dio una carta. Si anda por Tala véalo a don Cipriano y si tiene algo que contarle cuéntele, es un hombre completo.
A lo mejor lo encuentra asando carne, tiene una carnicería.
Es un hombre muy completo, usted verá. Me lo decía otro paisano, Almada.
Dos o tres meses después, con mi cartita arrugada llego a Rosario del Tala una tardecita, averiguo y encuentro la carnicería de don Cipriano Vila.
Dice qué tal, quiere que tomemos unos mates. No, muchas gracias. Traigo un saludo, el saludo de don Almada de Cuchilla
Ah, Almada, sí, paisano. Somos muy amigos. ¿Anda bien de salud? Sí, anda bien. Me ha dado esto para usted, un saludito.
Conversamos, habremos conversado una hora, una hora y tanto.
Así que anda con ganas de vivir por acá. ¿Y ande?
Es lo que no sé. Lo que sé es que no debo molestar. Vengo a saludarlo, no a pedirle nada.
Yo me atajaba, sabía que hablaba con un hombre completo pero, profundamente, hay que respetar, artículo primero.
Entonces me dice vamos a ver.
¿Usted conoce a don Adolfo?
Era un señor que estaba a dos cuadras, tenía una taberna chiquitita, dos botellas y media y una gran pobreza. Creo que las tenía para él, no le vi un cliente, en una hora que estuve no entró nadie, más que el aire.
Don Adolfo. Si quiere lo acompaño… Ahí conversamos los tres.
Ví que eran bastante conocidos, muchos refranes. -¿Estas cansao? –De qué.
Gaucho cansado no existe. Voluntario, siempre. Siempre en actitud de vivir mil años.
Nos hicimos amigos.
Me preguntó don Adolfo ¿usted tiene hotel? No, si he llegado en tren hace dos horas. Bueno, quédese, disponga de la casa.
Muchas gracias.
Me mostro su dormitorio. ¿Usted habita acá? Sí, señor, habito acá.
Ya se había ido Vila, habíamos quedado en vernos al día siguiente.
Sabe lo que pasa, tengo algo que hacer. Voy a venir mañana como a las 9 de la mañana, lo voy a convidar con un mate. Disponga de la casa.
Allá hay un paquete de vela. Hay unas salida para el patio.
Había monte, yuyos, terrenos baldíos.
Había un billarcito que tenía en el mbar. Lleno de remiendos.
Mañana vengo a verlo.
Me dejó las velitas, un vaso grande con agua, y se fue.
Me dejó la llavecita de la puerta…
Me acosté a dormir, luego me levanté a conocer el lugar. Prendo la velita, y pensé: este hombre tiene  un compromiso, por la media palabra pensé algún compromiso sentimental, una compañera, una amiga. Qué será. En el fondo uno piensa qué me importaPero saco la cobijita que separaba el falso biombo, con la velita para reconocer, y a quién me encuentro durmiendo, con las manos puestas. Los tremendos zapatos, los botines, durmiendo sobre el billar el dueño de casa que me había dicho tengo un compromiso…
Me había cedido su catrecito, su dormitor
io.

 

camino solidario
camino solidario
Atahualpa Yupanqui
Atahualpa Yupanqui
encuentro
encuentro

Yo pensaba esto es gauchada o qué será. Cómo le llamarán en otros lugares. Era una señora gauchada. Entonces: estoy en presencia de gente, de hombres, de argentinos, gente que viene de la antigüedad, no viene de anteayer a la mañana, viene de una vieja antigüedad, de una sagrada antigüedad. No le dije nada, el hombre roncaba lindamente, no sé en qué tono.
Al día siguiente a las 6 me levanté, me fui a los yuyos, había una bomba, ahí hice un amago de lavarme los ojos, y cuando vine ya estaba él, había abierto el negocio, buen día, buen día, ¿tomamos unos verdes? Claro, sí señor. Creyó que yo no lo había visto, ni yo se lo dije. 

Así empezó mi amistad con esa gente.
*D.T.F. – Publicado por UNO – 3 de marzo 2014.