La muerte de Alfredo Alcón: adiós a un gigante de la actuación (1930 / 2014)

Sábado 12 de abril de 2014.
Su talento impar lo convirtió en uno de los grandes actores en lengua castellana
Fue un gran actor, fundamentalmente, un gran actor de teatro, uno de los más importantes en lengua castellana del último siglo. Un muy fecundo paso por el cine le confirió un reconocimiento sin duda merecido, pero acaso ajeno a su índole retraída y felizmente prudente, a la reserva en que siempre se resguardó.
En su larga trayectoria, Alcón, que murió en la madrugada de ayer a los 84 años, compuso reiteradamente personajes de fuerte resonancia en el público. Sin embargo, su persona permaneció siempre lejana e inescrutable, distancia que no alcanzaba para condicionar un juicio hoy indiscutible: fue el mejor actor argentino de su generación, sobre todo el mejor actor teatral de repertorio.
A ese prestigio sin fisuras, particularmente unánime entre quienes como él eligieron el oficio de la actuación, contribuyó su vigorosa interpretación de los grandes clásicos: de Shakespeare a Henrik Ibsen, de García Lorca a Eugene O’Neill, de Arthur Miller a Tennessee Williams. De muy fuerte presencia escénica y dueño de una voz honda, pura autoridad, supo imponerles a esas criaturas un dramatismo y un lirismo por momentos estremecedores.
Esa impronta y la honestidad con que afrontó sin desvíos su carrera, acaso constituyen su mejor legado.
La actividad del espectáculo es, de por sí, exposición y búsqueda del aplauso. Cabe presumir que, en todo aquel que ha pisado un escenario y se ha hecho dueño de él, habita el anhelo por obtener aprobación, junto con la extraversión propia de quien desea agradar, interesar, conmover.
Todas esas instancias fueron, ciertamente, las de Alfredo Alcón, pero, asimismo, lo fue la deliberada voluntad de levantar en torno suyo un muro de discreción que ha sido invulnerable a lo largo de los años. Se comportaba quizás al modo de los viejos cómicos de la convención romántica, que buscaban ocultar su mundo recóndito a aquellos a quienes hacían reír, pues Alcón casi no dejó traslucir datos sobre quién era, y poco y nada conoce el público de su persona, de sus gustos, de sus afinidades y aun de sus comienzos actorales; menos, todavía, de su marco familiar o afectivo.
En sus años de juventud, sí, estuvo en pareja con Norma Aleandro, a quien permaneció unido hasta el final de su vida por una entrañable amistad.
Días de radio
Alfredo Félix Alcón había nacido en Ciudadela el 3 de marzo de 1930. Su infancia transcurrió en el barrio de Liniers; estudió teatro y existe la noción difundida de que no fue alumno prometedor y que no daba mayores indicios de tener pasta para destacarse. Cuando concluyó su paso por el Conservatorio de Arte Dramático, hizo algunos papeles en Las dos carátulas, el muy apreciado ciclo de Radio Nacional. En ese tiempo, hizo algunas breves intervenciones en el informativo del Mercado Central.
Él mismo contó alguna vez que cierto día un equipo del noticiero cinematográfico de la época lo filmó mientras leía en la radio. Los pocos segundos que duró esa escena bastaron para que su apostura nada frecuente y su voz grave, de extraña resonancia, deslumbraran a los productores de cine.
«Yo andaba por ahí, haciendo lo de las vacas», rememoró muchos años después. Hablaba con sorpresa, casi con la perplejidad de un niño: «Me hicieron un plano leyendo ante el micrófono y, desde entonces, comenzaron a llamarme para el cine».
Osvaldo Bonet fue quien, en el teatro, le dio la primera gran oportunidad con Liliom, de Ferenc Molnar, e inmediatamente, en 1963, la gran Margarita Xirgu consideró que aquel jovencito de expresión penetrante era el intérprete ideal para acompañar a María Casares en Yerma, de Federico García Lorca. Fue el comienzo de su acercamiento al teatro clásico, al que regresaría una y otra vez en medio de sus contribuciones con el cine y la televisión.
En 1955 asumió, junto con Mirtha Legrand, el protagónico de El amor nunca muere, dirigido por Luis César Amadori, que representó su temprana consagración; volvió al año siguiente a ser pareja de «Chiquita» en La pícara soñadora, dirigida por Ernesto Arancibia, y volvería a serlo unos años más tarde en Con gusto a rabia, esta vez de la mano de Fernando Ayala.
Una viuda difícil, de Ralph Pappier, corresponde también a esa etapa inicial, a la que habría de seguir otra en la que reside la plenitud cinematográfica de Alcón: El candidato, de 1959, de nuevo dirigido por Fernando Ayala; el memorable Un guapo del 900, de 1960, guiado en esta ocasión por el talento meticuloso de Leopoldo Torre Nilsson en lo que habría de ser, seguramente, el mejor trabajo de ambos.

El héroe patriótico
De esa fecunda asociación artística nació una serie de films de inconfundible vocación pedagógica, que aspiraba a establecer simbologías patrióticas y que sólo a medias dio los resultados que se buscaban: Martín Fierro, en 1968; El santo de la espada, dos años más tarde, y, en 1971, Güemes, la tierra en armas, películas de enorme difusión en el ámbito escolar. A ese momento siguió otra etapa a caballo entre lo testimonial y la adaptación de obras afamadas: La maffia, en 1972, y después, en años sucesivos, Los siete locos, Boquitas pintadas y El pibe Cabeza.
Su filmografía abarca otros muchos momentos relevantes, como la composición de Mandiga que hizo para Nazareno Cruz y el lobo, film dirigido por Leonardo Favio y uno de los que obtuvieron mayor convocatoria de público en la historia del cine argentino, así como innumerables intervenciones como actor de reparto. Pero después de aquel comienzo en el que explotó con naturalidad, junto a sus notables condiciones de comediante, la apostura y distinción de su estampa, Alcón fue, ante todo, y esencialmente, un actor de teatro.
Fue con justicia vinculado, como nadie entre nosotros, al gran repertorio, al que sirvió con inteligencia y devoción extremas y en el que mostró, como en ningún otro espacio, su versatilidad actoral, delicadeza en la captación de matices e intensidad en los papeles trágicos.
Estaba, además, la belleza fulgurante y la potencia dramática de su voz. No sólo sus grandes recreaciones del repertorio clásico se beneficiaron de ese instrumento. Alcón fue maestro en el recitado de poesía y textos en prosa, capaz de infundirles a esas piezas -las del gran García Lorca en primerísimo plano, sobre todo con el celebrado Los caminos de Federico- una vitalidad y un soplo lírico excepcionales.
«El poeta dice lo que uno tardaría mil años en tartamudear», decía con sencillez. «Hay días mágicos, que no suceden siempre, en que el actor y el espectador respiran el mismo ritmo. Es la respiración del poeta que escribió esos textos.»

Teatro de repertorio
Su voz grave era única, con resonancias que perduraban en el ánimo y la memoria del oyente durante horas después de haberlo escuchado. Era una voz corpórea, entera, firme, plena en matices. Una voz que provenía de algún lugar remoto al que no acceden los hombres. En esos pasajes de ensueño, en la penumbra de la sala, podía uno pensar aquello que en Amadeus soñaba para sí Mozart: era la voz de Dios.
Shakespeare, Ibsen, Lorca, Arthur Miller, John Osborne, Èugene 0’Neill, Edward Albee, Tennessee Williams, Samuel Beckett, Marlowe, Musset, Valle Inclán y aun el infrecuente Igmar Bergman, más algunos autores argentinos, como Roberto Cossa y Abelardo Castillo, dieron amplio marco a esa reconocida excelencia.
Muchas de esas piezas las ofreció en uno de los escenarios que con el tiempo se constituyó en su segundo hogar: el Teatro General San Martín. Para un público sin excesivo entrenamiento en la lectura de los textos clásicos, era hábito ir a la Cunill Cabanellas, la Casacuberta o la Martín Coronado sencillamente a ver a Alcón, todo una garantía de calidad artística.
Quien lo acompañó con más eficacia como director fue Omar Grasso, con él compartió éxitos memorables: Recordando con ira, La muerte de un viajante, Las brujas de Salem, Lorenzaccio, Hamlet y Peer Gynt. Ocasionalmente director él mismo, compuso, también, espectáculos especiales, como Los caminos de Federico, Bocca-Alcón, Homenaje Ibsen, ¡Shakespeare todavía!, unipersonales en la práctica de su desempeño.
En los últimos años, regresó a la televisión en pequeñas intervenciones parecidas a un divertimento que él, profesional invencible, afrontaba sin embargo con la misma seriedad con que preparaba un clásico. Fueron esas apariciones, en varios ciclos impulsados por Adrián Suar, un modo de que la industria rindiera homenaje al viejo maestro y, también, de que su nombre y su calidad interpretativa alcanzaran a un público muy amplio y acaso distante de sus proezas en el teatro clásico.
Alcón era un artista ejemplar que mereció la reverencia unánime de sus pares. De una generosidad nada frecuente, dispuesto siempre a guiar a los más jóvenes con sencillez, sin altisonancias, llevado por el placer que encuentra el maestro al momento de alumbrarles el camino a sus discípulos.

La inocencia de la infancia
Dos veces obtuvo el premio Martín Fierro y otras tantas el Cóndor de Plata y el Estrella de Mar de Oro; recibió, igualmente, el ACE de Oro, el María Guerrero, el Ollantay, el gran premio de honor de la Fundación Konex, el García Lorca y distinciones especiales en festivales realizados en Colombia y en España.
Intervino asimismo en la televisión y de la serie de composiciones que dedicó a ese ámbito cabe rescatar la miniserie Por el nombre de Dios, en 1999, y en la que compuso una suerte de talentoso espectro inquisitorial cercano a lo grotesco, concesión de su arte a los multitudinarios gustos «góticos», tendencia en la que recaería en los últimos años y que pondría de manifiesto, de alguna manera, un intento por paliar su notorio apartamiento del sentido de la evolución estética más reciente.
No causaría asombro si así fuese porque, en realidad, Alfredo Alcón pasó entre nosotros persistentemente escoltado por cierto delicioso anacronismo que era su sello, su principal rasgo de identidad.
Se podría decir que gustaba desligarse de las modas o, desde otra perspectiva, que fue ésa la no buscada consecuencia de un infortunio profesional: llegó al cine criollo tardíamente, cuando finalizaba su «etapa de oro»; exploró después una veta nacionalista que retrasaba veinte años en cuanto a la sintonía con las tendencias dominantes; fue actor teatral insigne cuando las candilejas tradicionales comenzaban a ser cegadas por las luces intempestivas del espectáculo entendido como superproducción.
El nombre de Alcón perduró incólume en medio de esos vaivenes, pues eligió casi siempre abrazar aquellos textos en los que habitan las grandes preguntas del hombre, sus temores más acendrados, sus interrogantes sin respuesta.
En ese sentido, su nombre no es sino adherencia a un repertorio clásico y de autor que hoy, como tal, apenas circula. Pocos como él han sabido capturar el espíritu de esas criaturas -el príncipe Hamlet, Rey Lear, Enrique IV, Willy Loman, Juan Proctor, Peer Gynt, tantísimas más-; pocos consiguieron mirar en su interior con tanta sensibilidad y hondura. Alcón logró transportarlos a la escena confiriéndoles una palpitante humanidad y completó aquello que esos grandes autores habían comenzado en sus textos ejemplares: hablarle al hombre de hoy, aquejado por los mismos interrogantes del pasado y sometido a las mismas variaciones del alma.

Una vez que bajaba del escenario, era un hombre sencillo y retraído. Algo en él evocaba la inocencia de un niño y también su infinita curiosidad, como si hubiese vivido en un perenne estado de sorpresa, fascinado en la tarea de redescubrir el mundo a cada paso, mirándolo siempre por primera vez con la límpida mirada de un poeta.
Ese ejercicio es su mejor enseñanza y la idea más bella que ha sembrado, para siempre, entre nosotros.
Sus restos son velados en el Congreso y hoy recibirán sepultura en el Panteón de Actores de la Chacarita. A las 10.15, el cortejo fúnebre se detendrá al frente del Teatro San Martín.

 

 (Fuente – La Nacion)

Alfredo Alcòn, el recuerdo de un grande de las tablas...
Alfredo Alcòn, el recuerdo de un grande de las tablas…
El recuerdo de Alfredo Alcòn...
El recuerdo de Alfredo Alcòn…